sábado, 29 de agosto de 2015

Crónicas de B. IV


Sobre la cama yacen tres vestidos aún con sus perchas, un cuarto los acompaña de inmediato. B se mira al espejo, no sabe qué ponerse. Ha descartado ir con pantalones, aunque en cierta medida le apetece, pero no se decide por ninguno de los vestidos que tiene. Desde luego no será uno demasiado corto, aunque aún hace buen tiempo no quiere darle a su ex el gusto. Desde luego tampoco uno largo, no quiere que se piense que la ocasión es especial. Duda, duda una y otra vez. Se siente tentada de preguntarle a su madre, pero no quiere que se piense que va a volver con él. Por esa misma razón ha rechazado la oferta de que la recogiese en casa, como hacía cuando estaban juntos. B quiere marcar distancias: mi casa, mi espacio. Han quedado directamente en el restaurante, pero si no se da prisa en escoger el vestido llegará tarde.

Se mira en el espejo, el pelo recogido en un moño, la marca del bikini que decolora su pubis y sus pechos. Sin saber qué ropa ponerse no se atreve a escoger la lencería. Finalmente se decanta por un vestido naranja con vuelo. La tela es lo suficientemente gruesa como para que no se noten las braguitas que sea que se ponga, porque aunque habitualmente escogería un tanga, hoy prefiere llevar algo más de tela. Eso y un sujetador sencillo, blanco, cuyas tirantas quedarán ocultas bajo el vestido. Coge también un chaleco fino por si  más tarde refrescase.

Tras peinarse y maquillarse discretamente se despide de su familia, su padre y sus hermanos están sentados en el salón viendo la tele. Su madre la acompaña hasta la puerta y le da, una vez más, los conocidos consejos. Le resulta increíble que tras tantos años esta mujer siga insistiendo en los mismos tópicos, pero es una especie de rutina, casi un ritual, que repiten cada vez. Antes de cruzar el umbral, B besa a su madre en la mejilla y se despide por última vez.

No han quedado muy lejos pero prefiere tomar un bus, son apenas un par de paradas y pese al hecho de vivir en un barrio tranquilo de clase media-alta, a B no le gusta andar sola por la calle. Hasta el momento no ha tenido más que un par de pequeños encontronazos con delincuentes que acabaron con un buen susto, una denuncia en la policía y comprando bolso y móvil nuevos, nuevas tarjetas y demás; pero en cualquier caso no puede sustraerse de las truculentas historias que le han contado durante años. Y no es que se trate de leyendas urbanas, conoce casos cercanos a ella que ido más allá del atraco.

Eso le sorprendió de Europa, allá por donde iba veía a la gente despreocupada y pronto ella misma se sintió como si le quitaran un peso de los hombros. El poder andar libremente por las calles, aún de noche, sola y sin miedo. Sus compañeras de clase españolas no lo entendían, pero para muchos otros americanos que ha conocido se trata de una sensación compartida.

Ya en el autobús vuelve a preguntarse por qué ha aceptado la invitación de su exnovio. La había llamado un par de días atrás, hacia semanas que no habían hablado, lo hicieron al volver ella a la ciudad, pero acabaron discutiendo. Sin embargo en esta última llamada él se había mostrado conciliador, había hablado de acabar como amigos, pues al fin y al cabo tenían muchos conocidos comunes e iban a coincidir en distintos sitios, por lo que sería bueno que al menos pudieran llevarse bien. B se había sorprendido con esa nueva actitud, contrastaba tremendamente con aquella persona llena de reproches con la que había cortado por teléfono hacía meses atrás o la que le había recriminado acabar con la relación un par de semanas atrás, mientras le quitaba importancia a sus infidelidades.

Aunque estaba algo recelosa y seguía dolida por la agresividad con la que la había tratado al volver, B esperaba que esa nueva actitud que había mostrado durante la última llamada fuera la nueva tónica dominante. Por lo pronto había aceptado aquella invitación a cenar. Cómo se desarrollase y lo que pasase a continuación aún estaba por ver.

Al llegar al restaurante él ya estaba esperándola en la puerta, otra cosa quizás, pero era puntual y no se molestaba por esperar un poco. B tenía otras cosas que reconocerle, como que era atractivo, y mucho. Pese a que B es alta él le saca un par de dedos, cuando estaban juntos no solía ponerse mucho tacón porque sabía que a él no le gustaba parecer más bajo que ella, pero con tacón bajo o zapato plano, se notaba la diferencia entre ambos a simple vista. Los ojos claros son otro de sus rasgos característicos, de un verde azulado que se aclaran hasta llegar a un color azul grisáceo según cómo les dé la luz. Y después está el gimnasio. Sin ser un loco del gimnasio suele ir a diario y eso se aprecia. Por un momento B se deja llevar y recuerda su torso desnudo. Le cuesta apartar la idea de su mente, no ha venido para eso.

Se saludan con un par de besos y él le abre la puerta. Lleva unos vaqueros oscuros, unos zapatos de lona y una camisa verde pálida con los dos últimos botones abiertos, las mangas subidas le marcan los bíceps. Al cuello lleva un cordón de cuero con cuentas blancas y negras que B le regaló hace un par de años. Ella no lleva ninguno de los regalos que él le hizo, pero se ha quedado con el olor del aftershave en las fosas nasales tras besarlo.

Ya conocía el restaurante, habían venido hacía un par de años y también fue ella otra vez con unas amigas. Sin llegar a ser lujoso es bastante elegante y tienen un menú que no es el típico que se puede encontrar en otros locales de la ciudad. Él se interesa por sus trabajos de tesis, por si podrá aprovechar lo que hizo en España a nivel académico. B no puede saber si le está preguntando por interés (algo que hasta el momento no había mostrado) o por quedar bien. Ella le pregunta por el trabajo, a lo que él responde con vaguedades y lugares comunes; no hay mucho que contar, insiste.

B ha pedido una cerveza, antes de irse a Europa no bebía mucha, pero allí se ha aficionado, aunque ahora la cerveza brasileña le parece que tiene un sabor muy suave, le apetece una bebida fresca. Su acompañante también, pero ahora le ofrece pedir una botella de vino para compartir durante la cena. B declina la oferta, no le apetece, pero el chico le insiste, “no voy a beberme yo sólo la botella”, le dice. Por la mente de B cruza la sospecha de que está tratando de emborracharla, y responde un poco airada:

- Si te apetece pedir vino, pídela. Yo voy a seguir bebiendo cerveza. Además, nadie te obliga a terminártela.
- Bueno, tienes razón, pero tampoco es para ponerse así.

B cae en la cuenta de que ha sido un tanto agresiva y pide perdón. No sabe muy bien por qué, pero le cuesta relajarse y tratar con su ex de forma natural. “Estoy a la defensiva y eso no es justo”, se dice, “él ha tenido la iniciativa de llamarme, dice que quiere que al menos nos podamos tratar como amigos, he de concederle el beneficio de la duda”.

Piden un par de platos para compartir, una ensalada con naranja y mango, una porción de quiché de salmón, piñones y espinacas, y una pieza de ternera con sal gorda. Durante la cena B habla de algunas de las ciudades que visitó en Europa, las preguntas del chico son oportunas y en un momento de la conversación, tras un pequeño silencio, le dice “me hubiera gustado estar allí  contigo”. Sí, a ella también le hubiese gustado, al menos en algunos momentos, al menos si no le hubiese recriminado el marcharse al otro lado del océano.

Quizás sean las dos cervezas que ya se ha tomado, pero tras volver del baño, mientras esperan los postres, B se siente relajada. Aún queda un tercio de la botella de vino, pero sólo hay una copa. B la rellena y le pregunta si pueden compartirla. “Naturalmente” responde ofreciéndosela. El vino, tinto, tiene un gusto ligeramente amargo, o quizás sea un recuerdo de la cerveza. Al devolver la copa a la mesa B ve la marca de sus labios en uno de los bordes de la copa y la marca de los labios del chico en el otro. Dos bocas separadas apenas por una copa de vino. O unidas, eso no lo sabe aún. B se pasa la lengua por los labios, saboreando los últimos restos del vino y mira de nuevo a su acompañante. Él sonríe… Dios cómo ha echado de menos esa sonrisa.

Tras los postres y un café salen a la calle. El aire del mar refresca la noche y B se pone el chalequito que ha traído. “Te invito a una copa”, le dice. Ella acepta y se agarra a su brazo mientras empiezan a caminar calle abajo. No hablan durante un rato. B nota el calor del cuerpo ajeno a través de la ropa, huele el perfume del hombre mezclado con el de la sal que transporta el aire. Inspira fuertemente, casi un suspiro. No quiere pensar en el mañana ni en el ayer. El aquí y ahora llenan toda su existencia en este momento. Acaricia el brazo del que se sujeta. Una vez amó a ese hombre, quizás aún siga amándolo, no lo sabe. Sólo sabe que en este preciso instante él llena todo su mundo.

El local al que van no está muy lleno, la música suena quizás demasiado alta, como para intentar llenar los huecos que los clientes no han llenado. B escucha, es el chico quien lleva ahora todo el peso de la conversación. Bueno, decir que escucha es quizás demasiado, piensa B para si misma. Sigue la conversación, prácticamente un soliloquio, con escasa atención, perdida en ensoñaciones interiores. Da un nuevo trago a la copa, pero apenas si se ha mojado los labios cuando la deja en la mesa, le quita el vaso al chico y lo pone junto al suyo. “Vámonos a casa” le dice, y tira de él hacia afuera del local.

Toman un taxi a la puerta del local, el trayecto no es muy largo, B y el chico se besan durante unos segundos, pero la chica se separa. Mira al muchacho y vuelve a acercarse a él, esta vez apoyando su cabeza en el hombro. “Te he echado de menos, le confiesa”. Se siente como si hubiese vuelto un año atrás en el tiempo. Plena en compañía de ese hombre, confiada, tranquila. No quiere pensar en las discusiones que una vez tuvieron, ni en las infidelidades mutuas o los reproches. Esta noche no.

Su cuerpo ya está anticipando lo que va a pasar. B no se ha acostado con nadie desde que volvió, su único escarceo fue con el desconocido en la facultad y se nota ansiosa ante la promesa que encierra el cuerpo de su pareja. Cruza una pierna sobre la otra y nota entre los muslos su propio sexo, el cual imagina ya húmedo, ávido.

Ya han llegado, pagan y se bajan del taxi cogidos de la mano. Ya en el ascensor se besan, el trayecto es corto, apenas cuatro plantas, pero B se abraza con fuerza y presiona su ingle contra la pierna del muchacho. Él le sujeta el culo y la atrae hacia si. Cuando la máquina se detiene tardan unos segundos en percatarse, no es hasta que la puerta vuelve a cerrarse cuando se separan.

El apartamento no ha cambiado lo más mínimo en estos meses. Parece sacado de un catálogo de decoración. B sabe que su acompañante se siente muy orgulloso de todo lo que contiene, para él es una muestra de su posición, de su buena economía. De lo que más orgulloso está es del gran televisor que cuelga de una de las paredes del salón, conectado a un sistema de sonido envolvente. Y lo segundo de lo que más orgulloso se muestra es de la cama que preside el dormitorio principal, inmensa, de dos por dos metros. A los pies de la cama B se quita los zapatos sin usar las manos, apoyando la punta de los dedos en el talón y empujando hacia afuera. Sus manos están ocupadas quitándole la camisa al chico. Lo hace sin desabrocharla, dándole la vuelta en el proceso. Ante ella queda el pecho depilado, joven, nervudo y bien definido, sin llegar a ser una masa musculosa. Ella le besa en medio del pecho, allá donde el esternón se hunde ligeramente, mientras él le saca el vestido por la cabeza. Parece sorprenderse de que B no lleve tanga, pero no dice nada. Desliza sus manos hacia abajo y le baja las bragas. B se queda solamente con el sujetador puesto, el chico la empuja con delicadeza sobre la cama y ella se deja caer sobre sus codos, contemplándolo. El chico se desabrocha el pantalón y se lo baja quedando completamente desnudo.

Frente a ella se levanta su pene, con las venas marcadas y el glande descubierto, brillante, terso. B nota la mano del chico en su nuca y sabe lo que se espera de ella, se arrodilla frente al joven y, de rodillas sobre su propio vestido, toma la polla en sus manos y la acerca a su boca. Primero recorre su extremo con la punta de la lengua, después desliza ésta hacia abajo y hacia arriba un par de veces y finalmente se la introduce. Acompaña el movimiento de su boca con el de la mano derecha, mientras que apoya la izquierda en la cadera del chico. Con la lengua sigue excitando el bálano mientras succiona. Sobre ella oye la respiración nasal del hombre, lo imagina con los ojos y la boca cerrados, entregado a ese momento de placer. La mano sobre su nuca comienza a ejercer una mayor presión, marcándole el ritmo a medida que la excitación del otro aumenta. Él baja la otra mano y la obliga a introducirse el pene hasta el fondo, lo que le provoca una pequeña arcada.

B se separa y el chico la coge de las axilas, levantándola y llevándola a la cama. La gira sobre las rodillas y B queda mirando hacia la pared, el chico la atrae hacia ella y B puede sentir el pene entrando y las manos que le sujetan las caderas. Está húmeda, está ansiosa y siente como el órgano se desliza fácilmente dentro de ella, activando sus puntos de placer. A él siempre le ha gustado esa postura, sabe que está de pie sobre el suelo de la habitación, quizás también pisando su vestido naranja, pero no le importa. Ahora sólo importa el sublime gozo que recorre su cuerpo en oleadas, desde su vientre hasta el final de cada una de sus terminaciones nerviosas. Con cada embate nota como el aire escapa de sus pulmones. B empuja hacia atrás con las rodillas, intentando acompasar sus caderas a las penetraciones a las que la somete el chico. El ritmo aumenta y a B le flaquean las rodillas. No solo es el ritmo, también es la fuerza, en la última embestida B casi no ha sido capaz de aguantar el equilibrio.

El chico masculla algo, la cadencia de arremetidas se ha vuelto irregular y B sabe lo que eso significa. Se revuelve entre las manos del joven, no quiere que esto acabe. Pero él la sostiene con fuerza y golpea sus caderas contra el culo de la chica con fuerza, mientras con las manos separa los glúteos, llegando así más adentro de ella. “No, todavía no” suplica B entre dientes. Pero es demasiado tarde, con un gorjeo ahogado siente como se derrama dentro de ella. La fuerza abandona el cuerpo del otro, que sin salir aún de su interior casi se ha detenido ya.

Se tumban juntos en la cama, B con el sujetador aún puesto, él totalmente desnudo. B siente frío y se acurruca junto a él. Aprieta fuertemente las piernas la una contra la otra y lleva una mano al sexo, ahora flácido, del muchacho. Él toma su mano y se la lleva al pecho, donde la retiene. B no ha llegado al orgasmo y nota como las ganas de sexo se van desvaneciendo dejando en su lugar una profunda insatisfacción. En ese momento vuelven a su mente su profesor, allá en España, siempre insaciable, siempre dispuesto a volver a ella, el desconocido en la facultad, que le dio placer sin esperar nada a cambio. Vienen también a su mente recuerdos de otras noches en compañía de quien comparte con ella la cama ahora, noches incompletas en las que eran sus propias manos las que, en silencio, terminaban la tarea. Hoy no tiene ganas, ya no tiene ganas. Se pregunta ahora qué esperaba, qué había visto esa noche en él que le había llevado a acompañarle hasta el apartamento.

- ¿Qué? ¿A que los españoles no follan tan bien, eh?
No puede creer que acabe de oír lo que acaba de oír, si no se encontrase tan abatida quizás se hubiera reído, pero prefiere callar.
- Estoy seguro de que habías echado esto también de menos.
“No insistas” quiere decirle, pero calla. Sabe que si dice lo que piensa comenzará una discusión y tampoco tiene ganas de darle la razón como a los locos. No está dispuesta a soportar ahora este tipo de pavoneos estériles, no después de semejante actuación.
- Pero cuéntame, ¿cómo son los hombres allí? Sé que te has acostados con otros, ¿con cuántos?
Esto es más de lo que B puede soportar, ahora le va a venir con celos o es que quiere medirse con quienes quiera que hayan compartido su cama. No, por ahí no está dispuesta a pasar.
- Creo que es mejor que me vaya. Ya te llamo mañana. – dice B mientras se levanta de la cama.
- ¿Pero ahora te vas a ir? ¿no prefieres pasar la noche aquí?
- No, gracias, pero no he dicho en casa que iba a dormir fuera y se preocuparán. - intenta quitar alguna de las arrugas que se han formado en el vestido naranja que ha quedado hecho un guiñapo después de tanto pisoteo. B termina de vestirse, recoge sus cosas, que están tiradas por el suelo y se vuelve para despedirse. El chico ha salido de la cama, aún desnudo, y la sujeta por la cintura para besarla en los labios. B acepta el beso, pero no lo devuelve. Las lágrimas le queman en los ojos pujando por salir.

Sale de la casa y en lugar de tomar el ascensor opta por bajar por las escaleras. Busca su teléfono en el bolso y llama a la compañía de taxis. Conoce perfectamente la dirección a la que tienen que mandar el vehículo, no es la primera vez que hace esto. El edificio está rodeado por una zona ajardinada y cercada con un muro de ladrillo de más de dos metros sobre cuyo interior se apoyan matas con flores olorosas. B se queda dentro de la zona cercada, tan pegada al muro como las plantas le permiten, semioculta en las sombras. Desde donde está puede ver llegar al taxi, pero no se la puede ver a ella desde la calle. Pasan apenas unos minutos cuando el vehículo se detiene frente a la cancela de entrada. B se monta al punto, saluda y da la dirección de su casa al taxista, un hombre de la edad de su padre, pero bastante sobrado de kilos.

El coche avanza como una flecha por las calles desiertas de la ciudad. Al cruzar el puente tendido justo a la desembocadura del río, B mira hacia el mar. Una negritud casi absoluta se traga su mirada. Las luces de la ciudad han eliminado el brillo de las estrellas, y sólo unas pocas titilan levemente. B vacía su mente de todo pensamiento, pero en su pecho el nudo que se ha ido formando en los últimos minutos amenaza con ahogarla.

Cuando finalmente llega a su casa, paga y baja rápidamente. Está ansiosa por entrar, por refugiarse en su cuarto. La espera del ascensor se le hace interminable, la subida, eterna. Finalmente llega y ante la puerta, se obliga a calmarse; abre con sigilo y cierra despacio tras de si. Todos duermen y no quiere despertar a nadie. Casi de puntillas entra en el baño y se sienta en el váter. Al sentarse para orinar descubre que no lleva ropa interior, ha debido de dejarse las bragas en el otro apartamento y ha hecho todo el trayecto en el taxi sin nada bajo el vestido. El nudo que le oprimía el pecho sube ahora hasta la garganta y B tiene que tragar saliva para no romper a llorar.

Cuando entra en su dormitorio se desviste rápidamente y se pone el pijama. Se mete en la cama y se acurruca como si fuera un bebé, con las rodillas contra el pecho, de espaldas a la puerta. Se siente cansada, muy cansada, y decepcionada consigo misma más que con él. De él nada me esperaba, se dice para sus adentros, pero había creído ser más fuerte, más independiente. Se siente débil por haberse sentido completa solamente cuando ha estado con él, por no ser capaz de imponerse a sus deseos, de no decirse a si misma “esto no es lo que te conviene” y actuar en consecuencia. Se siente estúpida por creer que todo podría volver a ser de color de rosa, si acaso alguna vez lo fue. Se siente vacía y teme no poder llenar ese vacío sola. Y finalmente rompe a llorar. Lo hace en silencio, notando como las lágrimas le recorren el rostro y mojan la almohada. Se las limpia con una mano y prueba su sabor con la punta de la lengua. Le saben a soledad. Finalmente B se duerme acunada por su propio llanto cuando por la ventana rayan los primeros rayos del sol.

jueves, 27 de agosto de 2015

Relatos de M. II



Solo en el cuarto de baño M empieza a sentir frío, recoge la toalla del lavabo y empieza a frotarse vigorosamente los brazos, el cuello, el pecho, y continúa bajando hasta llegar a los pies. El frío se atenúa apenas, así que se viste rápidamente, se pone los calzoncillos y el viejo pantalón de chándal y la camiseta ajada que se ha traído como pijama, ya que él habitualmente no usa. Durante los minutos que transcurren en el proceso no se permite pensar en lo acontecido con Patricia. Se concentra en lo que está haciendo como si fuera la primera vez que lo hace. Al terminar cuelga la toalla de un gancho de la pared y recoge la ropa del día en una bola que guarda bajo el brazo.
Cuando se dispone a salir del baño ve las huellas húmedas de la chica en el suelo, sobre las cuales se refleja la luz que emite la lámpara del lavabo. Huellas pequeñas que alejan por el pasillo y se pierden tras la puerta cerrada de la habitación. Por un segundo M duda en seguirlas, pero la puerta cerrada y el "hasta mañana" con el que Patricia se despidió lo disuaden. Finalmente apaga la luz y a tientas avanza hasta la puerta del salón, la abre y entra.
Dentro la oscuridad no es tan absoluta como en el pasillo, ya que la cortina del balcón es fina y permite que penetre la luz de las farolas. De todos modos M rebusca en el bolsillo del pantalón que lleva hecho un ovillo bajo el brazo y saca su teléfono móvil. Con ayuda de la luz de la pantalla intenta orientarse; cuando ya sus ojos se han acostumbrado a la tenue luz que hay en la habitación acierta a ver el sofá cama abierto y el bulto que se encoge sobre uno de los lados. Patrick parece dormir apaciblemente, pero M sospecha que sólo lo finge, ya que el ruido que ha hecho la lavadora al golpear la pared ha debido despertarlo.
M deja la ropa junto a su mochila de viaje y cruza el salón hasta la mesa sobre la que descansa el televisor, allí está en móvil de Patrick, tal y como suponía, enchufado a la red. Toca la pantalla y comprueba que el teléfono de su amigo ya está cargado, lo desconecta y conecta el suyo. Dieciocho por cierto de batería. La cifra brilla en la pantalla cuando la electricidad comienza a fluir hacia el aparato. Una hora más y se hubiera apagado por falta de energía. M también se siente agotado, es la hora de que él también recargue la batería, piensa.
Se mete en silencio en su lado del sofá cama. En un pieza de matrimonio, algo vieja, pero el colchón parece bueno. Aunque está cansado M no tiene sueño. Se tumba bocarriba y mira el techo. Sobre él pende un lámpara de papel, no acierta a saber de qué color es y no lo recuerda de cuando la vio esa misma tarde, pero sí distingue el alambre que la recorre por dentro y le da forma gracias a las sombras que dibuja la escasa luz que entra de la calle.
Quizás el desvelo de M se deba a su desconcierto. Hasta ahora M siempre ha llevado la iniciativa en todas las relaciones que ha tenido, no es que sea tímido, pero pocas veces ha sabido lograr un rollo de una sola noche. Por lo general prefiere ir conociendo a la chica, entablar cierta relación de confianza y asegurarse que no obtendría un "no" por respuesta antes de dar el paso definitivo. M es bastante metódico en ese aspecto, eso le hacía sentir que tiene el control de la relación, que él la ha iniciado y que eso le da derecho a terminarla cuando quiera.
Obviamente no siempre ha sido así, sus primeros escarceos amorosos fueron desastrosos, como corresponde a cualquier adolescente que cree saber más de lo que realmente sabe. Pero con el tiempo ha ido ganando confianza en si mismo, confianza a base de experiencia, al menos esa es su opinión. Ha tenido distintas parejas, de hecho en un par de ocasiones había incluso mantenido dos relaciones en paralelo, ocultando la existencia de la una a la otra. Claro que ese tipo de historias no siempre acababan bien. Con el paso de los años M ha ido buscando más una compañera apacible que la excitación de los primeros momentos, pero al salir de su país y establecerse en Brasil se ha dado cuenta de que la mayor parte de su experiencia es inútil.
A pesar de su torpeza inicial con las brasileñas ha conocido a un par de chicas, nada serio. De hecho no se ha sentido demasiado cómodo con ellas en ningún momento, pero tampoco le ha dado mayor importancia porque no han durado demasiado.
Y ahora se encuentra con aquello. Patricia. Sin lugar a dudas aquella chica le atraía, pero aún dudaba de qué estaba pasando realmente. Ella parecía haberle rechazado en su primer acercamiento, quizás no rechazado, pero desde luego no había respondido de la manera que él esperaba. Y luego estaba lo del baño. A ratos se había sentido a su merced, sólo hacia el final había controlado mínimamente la situación. Y al final ella lo había dejado allí solo, desnudo, de pie en el baño con un simple "hasta mañana".
Pensando más en la situación M llega a la conclusión de Patricia había actuado exactamente igual que como a él le hubiese gustado hacer. Sexo sin compromiso, dormir en su propia cama sin que una persona extraña le robase el espacio, sin dar explicaciones, sin pedirlas, y dejando la puerta abierta a segundas veces. Pero algo no encajaba en todo ello, o al menos el modo en cómo él se siente al respecto no encaja, ahora que lo piensa.
La luz que entra por la ventana va en aumento, el alba se cuela en el salón y M alcanza finalmente a ver el color de la lámpara. Es de un rosa claro. Ahora las marcas que dibujan los alambres son más evidentes. La mente de M, cada vez más somnolienta, vincula de algún modo esas marcas sobre el papel con las marcas que ha visto sobre la piel de Patricia. La última imagen que viene al recuerdo de M antes de quedar dormido es la de la cicatriz zigzagueante sobre el pecho de su anfitriona.

Despierta sintiéndose pesado, no sabe cuánto ha dormido, pero no debe ser mucho. Al menos no tanto como le convendría. Al girarse nota los primeros efectos de la resaca: el dolor de cabeza le atraviesa el cráneo desde las sienes hasta la nuca. Lo siente como el tiro de gracia de un ejecutor, sólo que en dirección contraria. Patrick no está en la cama, lo llama en voz baja por su nombre, pero nadie contesta. Incluso el sonido de su propia voz le retumba como una bomba en el cerebro. La luz que entra en la habitación apenas queda ya tamizada por las cortinas y le hiere las retinas. Conforme sus sentidos se van despertando, los recuerdos acuden de nuevo a su mente. Pero no quiere pensar demasiado en ello, de hecho, no podría aunque quisiera. Sólo ahora, cuando el dolor de cabeza alcanza sus cotas máximas, percibe el olor del café. Paladea anticipadamente el líquido, lo imagina dulce, con al menos tres cucharadas de azúcar, y caliente, justo lo que necesita para atemperar su cuerpo.

Se levanta de la cama lentamente y coge un jersey de su maleta, ya que al salir de entre las sábanas ha sentido frío. Se calza y sale del salón. En la cocina encuentra Patrick leyendo una guía de viaje que compró en el aeropuerto al aterrizar. Tiene sobre la mesa un taza de café mediada y un plato con las migajas del desayuno. Levanta la cabeza al oírlo entrar y sonríe de oreja. Con un tono de voz más alto de lo habitual le da a M los buenos días. Éste responde con un gruñido: "Vai a puta que te pariu". El estadounidense rompe a reír estrepitosamente mientras M localiza una taza y se sirve de la cafetera. Busca a su alrededor el azucarero pero no lo ve. Tras de él oye como Patrick agita una especie de sonajero, se gira y ve que su amigo sostiene en la mano un dosificador de sacarina. M odia la sacarina, pero odia aún más el café sin algo de azúcar, así que se echa dos pastillas y empieza a remover el líquido con una cucharilla sentado frente a su compañero.

Durante unos instantes M queda absorto mirando como la cucharilla mueve el líquido negro. Sopla a intervalos regulares y después deja el vapor le suba hasta la cara. Conforme los segundos pasan se va despertando y las escenas de la noche anterior se ordenan poco a poco en su cabeza. Esto hace que, bajo la mesita de la cocina, se despierte una erección. M decide ocupar su mente en otra cosa y pregunta a su amigo sobre qué hacer durante el día. Patrick, con su habitual economía de palabras, le hace un rápido resumen de las opciones que tienen mientras M se toma el café, que le sabe a rayos. Cuando finalmente toman una decisión sobre qué hacer, vuelven a salón para vestirse y recoger sus mochilas.

Cuando ya están dispuestos para salir M se acerca a la habitación de Patricia. La puerta está entreabierta, M toca con los nudillos y abre un poco más, lo justo para asomar la cabeza y comprobar que la habitación está vacía. “There was nobody when I woke up” dice Patrick detrás suya. M cierra la puerta, lo último en lo que se ha fijado ha sido en la cama, perfectamente hecha, con el edredón estirado y ni una sola arruga, algo que contrastaba radicalmente con el caos reinante en el cuarto.

*******

Patrick y M vuelven a la casa mojados. Su visita de la ciudad ha sido más breve de lo planeado, pero una tormenta primaveral que ha subido desde el mar los ha pillado sin protección y los ha calado hasta la médula. Estaban en el Cerro de Santa Lucía, visitando los jardines y los castillos cuando en apenas unos minutos el cielo se nubló y rompió a llover. Para cuando consiguieron llegar a la parada de metro más cercana ya estaban chorreando. Pero al menos durante la mañana han tenido tiempo para visitar el centro de la ciudad y comer algo.

Al ruido de la puerta sale Patricia, lleva unos vaqueros y sobre ellos una falda de punto que parece hecha a mano, lleva también unos calcetines enormes y muy desgastados y una camiseta de manga corta de “Black Sabbath”. M no puede dejar de fijarse en que la camiseta cubre por completo el hombro dañado, pero cae un poco hacia el contrario, dejando ver la tiranta negra del sujetador. Patricia parece divertida de verlos en ese estado y bromea sobre el hecho de que hoy ya podrán ahorrase la ducha. Al decir esto M levanta la mirada como si le hubiesen pinchado con una aguja y mira fijamente a la chica, pero no, no era una alusión a lo ocurrido la noche anterior, solamente les estaba tomando el pelo.

Cuando los chicos ya se han duchado y cambiado los tres se sientan en la mesa de la cocina. Fuera ya ha dejado de llover y aún queda un rato para la cena. Los chicos habían comprado algo de queso, pan y vino antes de tener que huir de la lluvia con la idea de comérselo en el Cerro de Santa Lucía, pero le han propuesto a Patricia cenar eso y cualquier cosa que preparen. Pero sin esperar a la cena han abierto el vino y han comenzado a charlar sobre mil y una cosas.

M quisiera preguntarle a Patricia la razón de su cicatriz, pero no quiere hacerlo frente a Patrick, y aunque el estadounidense es una persona sumamente discreta, no quiere sacar él el tema.

La tarde pasa y se vuelve noche. La hora de la cena queda atrás y el queso, el gran pedazo que compraron, desaparece entre vasos de vino. M está cansado pero no quiere ser el primero en acostarse, disimuladamente da con la punta del pie a Patrick bajo la mesa. Su amigo parece no inmutarse. Repite el puntapié, esta vez con menos disimulo y más fuerza, pero el chico permanece impertérrito. Sin embargo es Patricia la que, bostezando tras su mano apunta: “creo que me voy a acostar, estoy cansada”. Los chicos se despiden de ella y se quedan solos en la cocina. Patrick tiene entre sus manos un vasito de vino inacabado y lo mira sin decir palabra, M se levanta y echa un vaso de agua, se lo bebe de un trago y vuelve a llenarlo. Alguien le dijo una vez que si bebía un par de vasos de agua justo antes de acostarse, evitaría la resaca al día siguiente, y aunque no han bebido mucho, quiere evitar la resaca que le ha acompañado casi toda la mañana.

Mientras apura el segundo vaso, Patrick se levanta dejando un resto de vino en su vaso. “Boa noite”, dice mientras sale del cuarto. M se ha quedado sólo, de pie apoyado en el fregadero duda entre ir a lavarse los dientes y acostarse ya en el sofá cama junto a su amigo, o llamar a la puerta de su anfitriona con la esperanza de repetir lo que ocurrió la noche anterior. Mientras sopesa en su cabeza ambas opciones, nota como una erección comienza a asomar en su pantalón. Incómodo, se recoloca el pene para que no abulte tanto e intenta pensar en otra cosa, pero es incapaz. Finalmente decide tomar la primera opción, no quiere molestar a Patricia, además, si ella quisiera algo ya se lo habría hecho saber. Con lo de la noche anterior le ha quedado claro que se trata de una chica que toma la iniciativa.

La imagen que le devuelve la mirada desde el espejo ya no es la de un jovencito, M es cada vez más consciente de que entra en la treintena y que los años van dejando marcas. Antes solía llevar una barba corta, como de tres días, pero dejó de hacerlo cuando empezó a descubrirse las primeras canas. Ahora, incluso cuando se salta un día el afeitado, ya asoman las puntas blancas. Por suerte conserva el pelo, aunque las entradas parecen más amplias que cuando empezó la Universidad.

Una vez termina de lavarse los dientes y ha orinado, sale del baño para ir a dormir, en el momento de apagar la luz del servicio ve cómo se abre la puerta del cuarto de Patricia, allí al final del pasillo. Una luz tenue se escapa recortando la silueta de la muchacha. “¿Te apetece fumar un poco antes de irte a dormir?”. Por toda respuesta M se encoge de hombros, pero entonces cae en la cuenta de que con tan poca luz es posible que Patricia no haya visto su gesto, así que añade: “está bien”.

La habitación no está más recogida que esa mañana. Libros apilados en el suelo junto a un viejo armario de cuatro puertas que no cierra bien, dejando entrever ropa guardada de cualquier manera. Un par de pósters colgados con chinchetas y multitud de papeles con frases cuelgan de las paredes. Ni una sola fotografía. La mesa sobre la que descansa el ordenador está atestada de papeles y cajas de cedés, y sí, es lo que le había parecido a M, unas zapatillas deportivas viejas sobre una pila de libros. En la estantería sobre la mesa, dos altavoces conectados al portátil y más libros, entre ellos un diccionario de español-francés y otros de español-italiano. Le sorprende no ver ninguno de inglés, pero la verdad es que la chica tiene un gran dominio de la lengua de Shakespeare a juzgar por lo que ha oído hasta el momento.

Patricia se sienta en la silla frente a la mesa y se gira dándole la espalda al chico. M no tiene otra que sentarse en una esquina la cama, la cual sigue sin una arruga. Al cabo de unos instantes Patricia se gira y se enciende el porro que ha estado liando, da una profunda calada y, mientras expulsa el humo, lo mira desde arriba. Da una profunda calada y con el meñique se retira una hebra de tabaco del labio inferior. El silencio es apenas roto por los débiles ruidos que proceden de la calle. Patricia, sin decir esta boca es mía, le pasa el porro a M y se gira para seleccionar algo de música en su ordenador. No le pregunta al chico qué le apetece, sencillamente selecciona una carpeta y la pone a reproducir. Suena una canción en francés, es la voz de un hombre, M no conoce a muchos cantantes franceses, pero rápidamente descarta que sean Jacques Brel o Léo Ferré, aunque suena como ellos. Expulsando el humo pregunta quién canta. “Jean Leloup” responde lacónica Patricia. Juan “el Lobo”, piensa para si M.

Le tiende el cigarro a la muchacha y ésta se levanta brevemente de la silla para cogerlo, pero cuando sus dedos se rozan, Patricia se echa sobre él y se pone de rodillas sobre su regazo, con las piernas apoyadas en la cama. Esta posición obliga a M a reclinarse sobre sus codos, mirando de nuevo desde abajo a la chica. Patricia fuma mirándole fijamente, sin decir palabra. Da un par de caladas más y le pasa el porro al chico para que se lo acabe. Mientras M inhala apoyado sobre su codo izquierdo, Patricia se quita la camiseta. Bajo ella aparecen sus pechos, grandes para una chica de su talla. Hasta ese momento M no se había dado cuenta de que ya no se veía la tiranta de sujetador bajo la camiseta. Sus pezones están enhiestos pese a que no hace frío en la habitación. Patricia le quita la colilla de los dedos, se inclina fuera de la cama y la apaga váyase a saber dónde, después ayuda a M quitarse la vieja camiseta que usa para dormir. Patricia la mira burlona: “voy a tener que comprarte ropa nueva”. Se inclina sobre él y lo besa. Sabe a tabaco y a vino tinto, contra su pecho M siente la calidez de las mamas de ella, y su erección vuelve, si es que alguna vez se fue del todo.

Patricia echa el cuerpo hacia adelante y M aprovecha para atrapar un pecho y empezar a lamerlo, a morderlo. La oye gemir y eso lo excita aún más, pasa al otro pecho mientras con la mano izquierda masajea el primero, aún húmedo de su saliva. Nota como la chica aprieta sus caderas contra las suyas, aunque duda que pueda sentir su erección, pues ella aún lleva la combinación de vaqueros y gruesa falda hecha a mano.

Con un golpe de cadera M la hace rodar por la cama y él se sitúa ahora sobre ella, desabrocha el botón del pantalón e introduciendo un par de dedos tira hacia abajo llevándose todo, bragas, pantalón, falda y, de premio, los gruesos y sucios calcetines. Patricia apenas tiene vello púbico, apenas un pequeño rosetón de pelo rizado. M le muerde bajo el ombligo y nota como su cuerpo se arquea, repite un poco más abajo y Patricia le pone las manos sobre la cabeza, agarrándole mechones de pelo. Otro bocado más abajo, donde comienza el vello y oye un gemido que escapa de entre los labios de la muchacha. En el siguiente bocado mantiene los pelos entre los dientes hasta que oye una pequeña exclamación de dolor. Finalmente llega al sexo, pero aquí no muerde, sino que cierra los labios y succiona como si bebiese de una pajita. El gemido de Patricia le indica que está en el lugar exacto. M se recoloca y se echa las piernas de la chica sobre los hombros, y lleva una mano hasta su vientre, presiona a la vez que succiona de nuevo. Nota como con cada succión Patricia aprieta las piernas, lo repite dos, tres veces, cuatro… cada vez más rápido. Patricia toma la mano de M que está sobre su abdomen y la lleva a un pecho. M lo aprieta, pellizca el pezón y vuelve a apretarlo, todo ello sin dejar de lamer y succionar. Patricia vuelve a llevar las manos sobre la cabeza del chico y arquea la espalda, susurra un “sigue” y comienza a marcar ella el ritmo con las caderas. Un fuerte pellizco en el pezón hace lanzar un gritito a la muchacha, pero al punto M nota como el cuerpo de ella se tensa, todos los músculos del cuerpo ajeno parece a punto de romperse, y de repente, el cuerpo de Patricia cae sobre la colcha pesadamente, ella le retira la cabeza de sus sexo y la deposita sobre su vientre, mientras le acaricia el pelo. “Muy bien, muy bien” susurra.

M no sabe si ha pasado un minuto o dos, quizás incluso menos, pero apoyado en el vientre de Patricia se relaja y nota como su erección también lo hace. “No, eso si que no”, piensa para si, y se revuelve, se pone de pie y se baja a la par pantalón y calzoncillos. Patricia lo mira sin parpadear, apoya los codos en la cama y se desplaza hacia arriba. “Espera” dice, se inclina hacia una mesita de noche con dos cajones y abre el inferior, rebusca hasta encontrar un preservativo y un pequeño bote de plástico azul. Le echa el condón a M y mientras este, extrañado, se lo pone, ella abre el botecito y se lo tiende al chico. “Vamos a hacerlo por el culo” le dice mientras se pone a cuatro patas.

Aunque se lo ha propuesto a varias de sus parejas y ha fantaseado con ello, M nunca se ha follado a una chica por el culo, pero ante la sugerencia de Patricia no tiene otra que aceptar. Se echa un poco de lubricante en los dedos y lo extiende por el ano, introduce un dedo y nota como el esfínter se dilata inmediatamente, repite con dos dedos y estos entran sin problemas. A continuación extiende un poco de lubricante sobre el condón que recubre su pene y, ayudado de la mano, penetra lentamente a Patricia. Esta deja escapar un suspiro largo y profundo, relajando el cuerpo a la par. M nota una estrechez desconocida alrededor de su pene, pero conforme embiste una y otra vez, ésta se reduce. En esta posición vuelve a fijarse en la gran cicatriz de Patricia. Si vista por delante parecía la cola de una animal, zigzagueando desde el hombro hasta el pecho, por detrás parece una mano de tres dedos, el más corto descendiendo por la parte trasera del antebrazo, se detiene a mitad de camino del codo, los otros dos, más largos, abrazan la escápula.

M nota como se está excitando y mueve las caderas adelante y atrás cada vez con más fuerza. Patricia se inclina hacia adelante y lleva una mano a su sexo. M adivina más que ve cómo la chica se masturba mientras él la penetra por detrás. El imaginarla con sus dos orificios penetrados lo vuelve loco de excitación y arremete con más fuerza, pero nota como sus rodillas resbalan en la colcha, así que tira de las caderas de la chica hacia un lado y él sale de la cama, plantando los pies en el suelo. En esta posición agarra fuertemente las caderas de Patricia y sigue follándola mientras ella se masturba. No puede creer que esté haciendo esto. Cada gemido de la chica lo lleva un poco más allá en su ardor. Al poco no es capaz de controlarse y pierde el ritmo conforme nota que se acerca el orgasmo. Ella también lo ha notado y susurra entre suspiros “espérate, espérate”. M intenta controlarse, pero de poco le vale, otro empellón más, otro más, y otro… No se controla. Otro más. No puede controlarse. Un empujón más. Ya está. Otro. M nota como se cuerpo se relaja y se crispa alternativamente, se derrama dentro del preservativo pero sin dejar de empujar rítmicamente. Continúa un poco más, pero las fuerzas lo abandonan. Finalmente no puede más y se derrumba sobre la cama.

Patricia se gira sobre él, aún con la mano sobre su sexo, dos dedos dentro. “Mírame” le ordena mientras se monta a horcajadas sobre el vientre del chico. M obedece mientras ve cómo la chica se masturba, cómo se muerde el labio inferior y entorna los ojos. M alza las manos para tocarle los pechos, pero ella se las quita de un bofetón para, a continuación, posar la mano que tiene libre sobre su propio pecho y pellizcarlo suavemente. M nota como, dentro del preservativo pegajoso, su pene vuelve a recuperar la erección, pero no puede apartar la mirada de Patricia. No sabe cuánto tiempo le habrá llegado a la chica, pero finalmente, con un largo gemido, se corre. Al sacar los dedos de la vagina estos están relucientes y pringosos. Patricia mira fijamente a M a los ojos y se chupa la punta de uno de los dedos. Luego sonríe picarona, pone cara de asco y se deja caer junto a él. Lo abraza y le susurra al oído: “no sé por qué cojo contigo después de las dos patadas que me has dado antes”.