lunes, 19 de octubre de 2015

Relatos de M. IV



“Estúpida prepotente” piensa M camino  de casa. “Cegata, hija de puta”. Está que se lo llevan los demonios, la ira y los insultos que bullen en su cabeza se retroalimenta. Está encendido y rabioso. “Impresentable de mierda”. Sabe que necesita calmarse y también sabe que lo hará en no mucho tiempo, pero por ahora disfruta de la violencia inherente al sentimiento. “Menuda inútil, pagada de si misma”. Acelera el paso, casi al borde de la carrera, la mochila se balancea sobre su espalda, restregándole la camisa sudada. Está deseando quitársela y ducharse. Confía en que la ducha lo calme.



M se considera una persona bastante razonable, pero no soporta las imposiciones arbitrarias, y mucho menos cuando quien le impone algo lo hace por pura ceguera, sin valorar el trabajo. La jefa del departamento, “jefa interina” se recuerda, ha vuelto del congreso de São Paulo con los aires más subidos de lo habitual. Al revisar los informes que M había dejado sobre su mesa antes de irse a Santiago él y ella al congreso (los cuales sospechaba que no había leído más que por encima) había descubierto (el verbo lo había empleado ella, pero para él parecía esconder una fina ironía) que falta un tipo específico de análisis de variables en los flujos comerciales estudiados por su becario. M había intentado razonar con ella, aduciendo que dicho análisis existía y estaba contemplado junto con otros en las tablas, pero ella no había atendido a razones, sencillamente era incapaz de ver lo que tenía delante.



Posiblemente había asistido a la ponencia de alguien que se basaba en ese tipo de análisis y ahora ella quería que el departamento emulase a quien quiera que fuese. Pero M no lo veía así, consideraba que centrarse en un solo tipo criterio analítico dejaría cojo el estudio. Pero no, la doctora Deodato no lo veía así. Ella era de esa clase de personas zalameras con sus superiores y tiránicas con los que tenían la mala suerte de acabar bajo su mando; no era la titular del departamento de “Economía Internacional”, pero el doctor Agra ha tomado una estancia de un año en Ontario y, dado que la mierda tiende a ascender, ella había obtenido la interinidad. Posiblemente se hubiera hecho con el puesto más que por méritos, por las dentelladas feroces que había ido dando a sus compañeros en la carrera de ratas que son las universidades. La valía académica quedaba en un segundo plano cuando entraban en juego los egos y las envidias. Y de ambas Maria Deodato tiene de sobra.



Ya en el edificio, que apenas dista diez minutos del polo universitario, algo más de cinco con la marcha que M traía, sube los tres pisos por las escaleras, saltando los escalones de dos en dos. No tiene ganas de encontrarse con nadie en el ascensor y, por fortuna, no habrá nadie en el piso a esa hora, tanto Toni como Judith estarán trabajando. A M no le caen mal sus compañeros de piso, los aprecia, la pareja de franceses le cae bien, pero no está seguro de que en este momento tenga ganas de escuchar una de sus habituales y ruidosas discusiones, o una de sus más habituales y aún más ruidosas reconciliaciones. Le resulta increíble que sigan juntos, quizás a ellos mismos también les extrañe, aunque puede que ya se hayan instalado tan profundamente en la rutina de la vida en común, habida cuenta de que llevan juntos desde el instituto, que no sepan vivir de otro modo. Judith, antropóloga, de suaves maneras y parapetada siempre tras una gafas de culo de vaso, es una lectora feroz, acrítica, bibliófaga, que lo mismo lo mismo se lee “La insoportable levedad del ser” que la última serie para adolescentes; se trata de una persona arrojada, demasiado acostumbrada a que no la tomen en serio y demasiado acostumbrada a hacerse valer contra viento y marea. Por su parte Toni es justo lo contrario, perezoso pero tremendamente sociable, odia su trabajo como profesor de francés en un instituto privado para hijos de familias acomodadas y prefiere pasar las horas en el salón de casa, repantingado sobre el sofá con los pies anclados a la mesita baja mientras juega a la videoconsola y despotrica sobre sus estudiantes, desmotivados y abúlicos. A M le resulta paradójico que Toni se enfade por eso, pero lo entiende, él mismo no se ve con la capacidad para enseñar a adolescentes, piensa que fue un estudiante terrible, no por tener un rendimiento académico bajo, sino por tratar de hacer miserable la vida de sus profesores, y teme que el karma le devuelva la jugada si algún día tiene que pisar el aula como docente de una jauría pubescente.



Ya bajo la ducha M siente como los músculos de la espalda, agarrotados por la tensión, se relajan. Tras la reunión con la Deodato había vuelto al despacho que los becarios tenían reservado. Cuatro mesas compartiendo un espacio minúsculo en un semisótano cuyo único contacto con el exterior eran unos ventanucos que apenas les permitían ver un enjambre de pies y tobillos yendo de acá para allá. Allí había intentando poner en claro qué hacer, pero estaba tan rabioso que hacer cualquier cambio del estudio en ese estado hubiera sido desastroso. Además, solamente tendría que sacar los análisis a una tabla nueva y darle un par de párrafos de texto. Algo que podía hacer en un par de horas, pero no era el mejor momento justo detrás del rapapolvo que le había caído. No, desde luego, si la imagen que le venía recurrentemente a la cabeza era la de él mismo embuchándole por el gaznate el estudio a la doctoro Deodato. Encuadernado. Y con los apéndices incluidos. La idea lo hace reír bajo el agua. Reírse estaba bien, no era algo que haga tan a menudo.



Se seca pero no se molesta en atarse la toalla al salir del cuarto de baño ya que está solo en el piso. Se tira sobre la cama con la ventana y la puerta abiertas, dejando que la suave brisa le termine de secar. Cada día hace más calor o eso le parece a él… octubre ya y deben estar rozando los treinta grados. Este año tendrán un verano más caluroso que el anterior, se teme. Por un momento añora el fresco que ha dejado atrás en la capital de Chile y de repente Patricia le salta a la mente. Se revuelve incómodo ante la naciente erección. No quiere pensar en ella, ni en Patrick. El viaje de vuelta fue bastante tenso y desde entonces no ha quedado con su amigo. Sabe que al fin uno de los dos llamará al otro o se pasará por el despacho para saludarlo y tomar algo, pero por el momento es mejor así.



Coge el móvil de la mesilla y se pone a trastear. Sigue enfadado pero también está aburrido, no le apetece jugar a la videoconsola solo, eso es cosa de Toni. Si él estuviera allí quizás echarían una partida juntos. Los nombre de la agenda suben y baja, M busca aparentemente sin saber qué o a quién, pero finalmente en la pantalla brilla un nombre conocido. En su fuero interno sabe que lo ha buscado conscientemente, pero nunca lo admitiría. Ese nombre llevaba rondándole desde hacía un buen rato, quizás incluso desde que salió de la Facultad, o puede que incluso allí. Hasta ese momento había sido un capricho que rondaba los límites de su consciencia, pero ahora tiene que admitir para sí que lo que realmente le apetece es echar un polvo con Lorena.



La respuesta al mensaje no tarda en llegar, aunque M apenas si la ha esperado para empezar a vestirse. “Estoy en casa, pásate si te apetece” le ha escrito la chica, aunque decir chica es bastante aventurado, mujer sería el término más correcto. En cierta medida se siente mal por “usarla” (incluso en sus pensamientos la palabra aparece con comillas), pero al fin y al cabo, de ser tal sería un uso recíproco. No sería la primera vez que ella le llama para que se pase por su casa a media mañana por el simple hecho de que está aburrida. A decir verdad M aún no sabe exactamente a qué se dedica Lorena, nunca lo ha preguntado abiertamente, pero también es que le da igual. El acuerdo tácito al que han llegado excluye preguntar por la vida del otro, del mismo modo que excluye dormir juntos y tantas otras cosas. Pero incluye sexo sin compromiso en horario escolar, que es lo que ahora necesita el joven.



Cuando sale del edificio el taxi que ha encargado ya está esperando. La casa de Lorena está en la otra parte de la ciudad, y entre autobuses y con el calor que hace M llegaría sudado y pasada casi una hora. Rara vez el deseo resiste la espera bajo el sol en una parada de autobús. El trayecto en taxi tampoco es que sea rápido, el vehículo se toma sus buenos 20 minutos, pero al menos el aire acondicionado mantiene fresco el interior. Al otro lado de la ventanilla la ciudad cambia según atraviesan los barrios, y sobre ellos, siempre las colinas sembradas de casillas perenemente a medio construir.



Lorena vive en un barrio de clase media, lejos del centro, pero casi un pueblo en sí mismo. A veces M se pregunta cómo fue posible que se conocieran. Pese a que no pregunta por la vida de la mujer, tiene fundadas sospechas de que no se mueven ni por asomo en los mismos círculos. De hecho los famosos seis grados de separación podrían haberse quedado cortos en su caso si no la casualidad no lo hubiese llevado a una discoteca de las afueras hacía casi un año.



En cuanto el vehículo se detiene M salta de él y cruza la acera para entrar en el portal. Timbra y, sin preguntar, le abren desde dentro. Lorena vive en el primer piso, así que no se molesta en tomar el ascensor. Al alcanzar el rellano ella está en la puerta esperando, no es una belleza pero tiene una mirada inteligente, roza los cuarenta y está algo entrada en carnes, pero no se puede decir que esté gorda. Lorena sonríe al verlo llegar “te he visto desde la ventana, pasa” le dice mientras le cede el paso. Al cerrarse la puerta M la agarra por el culo y la besa. El pelo le huele productos de limpieza, no a champú, sino algo más químico que no consigue identificar.

      -          Tranquilo, el chico no llega hasta dentro de tres horas.


Pero M no se puede tranquilizar, como los perros de Paulov, su cuerpo anticipa lo que está por llegar y las hormonas se desbordan por su torrente sanguíneo. Toma a la mujer por la mano y se encamina al dormitorio. El piso es modesto, con muebles gastados por el uso, juguetes y libros infantiles por doquier, fotografías de desconocidos… pero limpio, luminoso, acogedor. M podría vivir ahí si el destino así lo quisiera. De repente Lorena se suelta y se planta en medio del pasillo. M se gira a mirarla. La mujer se suelta el pelo y los rizos oscuros le caen por la espalda y los hombros. A un paso atrás a la vez que se descalza las sandalias de un verde insultante. Lleva un vestido anchote de flores que le deja a la vista un escote generoso. Da otro paso hacia atrás, sin perder de vista a M y se saca el vestido por la cabeza, dejándolo caer en el suelo. Ahora solamente lleva unas bragas negras cuyos bordes están clareados por el uso. Sus pechos están al aire y en su vientre, algo caído, se notan las marcas de la maternidad. Con todo M no puede dejar de sentir el deseo y el ansia de tomarla y avanza un paso hacia ella.



Lorena le sonríe pícara, es un juego que ya han jugado otras veces, M sonríe sin despegar los labios y suelta un gruñido a la par que avanza las manos como si fuera garras. La mujer lanza un gritito que queda entra el horror y la risa, como si no supiera si huir de la bestia que le acecha o jugar con ella como si fuera su mascota. M repite el gruñido y avanza cubriendo un lado del pasillo. Lorena se gira y avanza hacia el salón en un par de cortos saltos, sin dejar de mirar a M. Éste se quita la camisa y la deja caer sobre el vestido de flores, es la señal que la mujer espera para escapar y refugiarse tras el sofá. M se abalanza sobre él cae todo lo largo que es en el asiento. Ahora es Lorena la que se abalanza sobre el chico y lo besa. M nota el otro cuerpo sobre el suyo, los pechos algo más fríos que el resto, la boca más húmeda, las manos, más ansiosas que le desabrochan el pantalón.



El pelo le tapa la cara, así que se debate hasta hacerla girar y caer de espaldas en el sofá. Aprovecha para quitarse el pantalón y los calzoncillos, quedando desnudo ante ella, que le agarra el sexo y se lo acerca.  Lorena se gira hacia un lado y lleva su boca al pene erguido de M, pasa la lengua por el glande y la baja a lo largo, hasta la misma base, después vuelve a subir y cierra sus labios sobre el bálano, mientras con la punta de la lengua juguetea. M cierra los ojos y se deja ir por un momento, pero nota como la mujer le ha cogido la mano y se la lleva a su propio sexo. El chico percibe el vello tupido bajo la tela de la ropa interior, desliza su mano bajo la prenda y nota los rizos apretados que cubren el monte de Venus. Mientras Lorena continúa con la felación, él introduce un par de dedos y busca ese botón rugoso en el interior de la mujer, mueve los dedos adelante y atrás y cuando lo encuentra, estimulándolo. Continúan ambos así durante quizás un minuto dándose placer mutuamente, excitándose aún más, hasta que M empieza a sentir que se va a correr, contiene sus ganas y retira la cabeza de la mujer con la mano que tiene libre. Lorena comprende sin preguntar y se revuelve para quitarse las bragas ella misma.



M aprovecha para rebuscar en el pantalón que yace a sus pies, encuentra el preservativo que buscaba, lo abre si se lo coloca con una mano. Se vuelve al punto hacia la mujer y, echándose sobre ella, la penetra con violencia y levanta la piernas de la mujer sobre sus cabeza, dejándolas apoyada en sus hombros, repite el movimiento una y otra vez y nota como su órgano se desliza por las superficies lubricadas del interior de Lorena, la cual gime con los ojos cerrados a cada acometida. El sofá se desplaza debido a la fuerza que imprime M con sus caderas. Coloca la palma de la mano sobre el vientre de la mujer y nota su propio miembro bajo la superficie carnosa. Los pechos se desparraman a ambos lados y saltan con cada embestida. Lorena se agarra al brazo del sofá para no caerse y deja escapar suspiros entrecortados de su boca abierta. Ahora el joven empuja las rodillas de la mujer contra el pecho, obligándola a doblarse sobre sí misa y la levanta por la caderas, de esta guisa descarga todo su peso hacia abajo en cada acometida, llegando hasta el fondo de la mujer. Pero tras una de las embestidas, al retirarse, el pene sale, dejando escapar un chorretón de fluido, que cae en el suelo.



Aprovechando la circunstancia, M hace a Lorena girarse y la pone de rodillas en el sofá, apoyada sobre el respaldo. La acomete ahora desde atrás, mientras alcanza con una mano uno de los grandes pechos, que oscilan libremente. Lo estruja con fuerza, inclinado sobre la espalda de la mujer. Si esta gime o dice algo, no la escucha. Su cabeza no está allí en ese momento. Se inclina hacia el otro lado para agarrar el otro pecho y lo pellizca fuertemente, después echa el cuerpo hacia atrás y contempla el culo de Lorena frente a él, con las manos separa las nalgas y contempla en otro orificio frente a él. Un pensamiento cruza su mente, ¿y si se la metiese como hizo con Patricia? Una vez lo ha pensado es difícil sustraerse de la idea, se lleva un pulgar a la boca y lo humedece bien, a continuación lo lleva hasta el ano de la mujer y lo introduce lentamente. Ahora si está atento a lo que pueda decir, pero sólo oye un ay de placer. La excitación le corre por el cuerpo y continúa con las arremetidas, cada vez más violentas. Su pulgar juguetea en el otro hueco, siguiendo el ritmo que su pene marca un poco más abajo.



Finalmente se decide, saca el pene y prueba a introducirlo. Entra a la primera, lo cual lo sorprende, pero Lorena grita. Dolor, susto, sorpresa. Da igual. La mujer retira y se sienta en el sofá, suelta un guantazo que golpea a M en el brazo.

      -          ¿Qué te crees que haces, imbécil?

Superada la excitación de hace sólo unos segundos, M se siente estúpido y apenas es capaz de articular un quedo “lo siento”.

     -          ¿Qué lo sientes? ¡Y yo! ¡Más siento yo que me quieras romper el culo! ¿Qué te has pensado que soy? Vienes a mi casa si yo quiero, pero no soy tu puta, ¿está claro?

      -          Perdona Lorena, no sé en qué pensaba. No volverá a pasar, de verdad.

      -          Vaya que no volverá a pasar. ¡Fuera! ¡Vete de aquí y no vuelvas! ¡Ni me llames!

Agachada, Lorena recoge el pantalón y los calzoncillos de M y se los tira.

      -          ¡Fuera! ¡Ahora mismo!


M se viste como puede, recoger la camisa y se la pone. Lorena también se ha puesto el vestido y lo mira con odio. El chico no cree que le haya hecho daño, no a juzgar por cómo ha entrado, pero no es el momento de pararse a preguntar nada. Se calza sin perder de vista a la mujer, temeroso de lo que pueda hacer.

      -          De verdad, lo siento, perdona.


Lorena no abre la boca, se cruza de brazos y avanza cerrándole el paso, obligándolo a recular hacia la puerta. M la abre y sale. El portazo está a punto de golpearle y resuena por todo el edificio. De pie ante la puerta cerrada M busca su teléfono y su cartera. Sí, ahí están. Se gira y baja a la calle.



No tarda mucho en encontrar un taxi que lo lleve de vuelta a casa. Al sentarse descubre que aún lleva el condón bajo la ropa, aunque ahora está casi suelto, caído de su pene flácido. Su mente es un barullo, lamenta sinceramente lo que ha ocurrido, sabe que no debería haberse dejado llevar de esa forma, pero por unos momentos su mente se nubló, no pensaba con claridad. Duda por un instante en pedirle al taxista que dé media vuelta, para pedirle disculpas a Lorena una vez más, pero razona que quizás no sea lo mejor en ese momento. Le gustaría poder contarse lo ocurrido a alguien, tener otra opinión acerca de cómo actuar a continuación.



Al llegar a su barrio le pide al taxista que lo deje a un par de calles de su destino final. Prefiere caminar esos últimos metros, aclararse antes de entrar en casa. Puede que Toni y Judith estén ya arriba, pero no quiere tener que enfrentarse a ellos, a saber qué discusión puede surgir a raíz de lo que les cuente. Quizás podría llamar a Patrick, pero no… Patrick no. Le explicará todo lo que ha pasado y el otro lo mirará sin decir palabra, como si lo viese. Al llegar al portal de su edificio la idea está casi formada en su mente. Allí ella aún no habrá vuelto del trabajo. Sí, ya ha tomado la decisión cuando entra en la casa. Saluda al entrar y una voz le responde desde la cocina, otra desde el salón. Las frases que escribirá empiezan a formarse en su cabeza. Atraviesa la casa hasta su dormitorio sin fijarse mucho en Toni, que ya ha ocupado su sitio habitual frente al televisor. Cuando abre el portátil en su dormitorio en la cabeza de M el correo que escribirá ya está casi finalizado. Accede al programa, “redactar mensaje” y empieza a teclear:


“Hola Patricia, ¿qué tal?...”

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