martes, 18 de agosto de 2015

Crónicas de B. III



El autobús recorre a trompicones las calles de la ciudad, de semáforo en semáforo, de parada en parada, la máquina avanza a tirones para detenerse de nuevo. B está sentada en la parte de atrás, tras ella solamente quedan un par de filas de asientos, vacíos en su mayoría. Un par de adolescentes se besan en el rincón trasero. B mira abstraída a quienes bajan y suben del autobús: señoras con bolsas de la compra, un hombre trajeado, un par de turistas. Se dirige de vuelta a casa tras haber pasado un rato estudiando en la biblioteca de la universidad, cuando llegue a casa le espera una ducha relajante, la cena con sus padres y sus hermanos y quizás una velada tras un libro o viendo algo en la televisión.
B continúa distraída, los pensamientos revolotean en su cabeza como mariposas que rozasen apenas con las alas los límites de su consciencia. En la enésima parada del autobús se sube una pareja que le llama la atención, se trata de un hombre de unos treinta y cinco años que acompaña a un muchacha algo más joven que B, o quizás sea de su misma edad, su rostro aniñado la confunde. Ella ha subido primero y ha pasado sin pagar, él, que subía inmediatamente después, ha pagado ambos billetes. Se han sentado juntos en la parte delantera del autobús, él en el lado del pasillo, ella junto a la ventanilla. Desde su posición B puede ver cómo ella se ha agarrado al brazo de él, sospecha que puedan ser pareja, amantes quizás. B imagina las manos de ambos unidas, ocultas por los cuerpos, entrelazados los dedos. Su imaginación deja, poco a poco, paso a los recuerdos. Aún está fresca en su memoria la otra mañana, cuando se masturbó pensando en su antiguo profesor de español; y una vez más le vuelve su imagen a la mente.
La estancia de B en el extranjero no había comenzado como ella lo hubiese imaginado. El dolor de la agria despedida de su novio se había esfumado antes de lo que ella pensaba. En pocas semanas se había sumido en la placentera relajación en la que viven la mayoría de los alumnos de intercambio: nuevos amigos, fiestas, viajes, amantes de una o dos noches... Desde su país solamente su familia actuaba como nexo de unión con su antigua realidad. Con respecto a su novio, B cada vez se sentía más distante y esa distancia se acrecentó cuando comenzaron a llegarle rumores a través de varias amigas de que él estaba viéndose con una compañera de trabajo.
Recuerda con detalle la llamada telefónica en la que salió el tema, al principio él intentó negar la evidencia y ella se mostró airada. Después se refirió a su propia debilidad y comenzó a pedirle perdón; en ese momento B se percató de lo hipócrita de su propio comportamiento, reprochándole el haberla engañado cuando ella estaba haciendo lo mismo. Por un segundo estuvo tentada de confesárselo, de decirle que ella también tenía otros amantes, pero le pareció infantil entrar en semejante competición. A partir de ese momento la conversación se desarrolló como siguiendo un guión pautado, ella interpretó su papel de novia dolida y él el suyo de novio arrepentido. En los últimos compases de esa íntima obra teatral, B lo oyó llorar al otro lado de la línea mientras le juraba y perjuraba su amor. Cuando finalmente colgó se dio cuenta, calmadamente, de que no sentía nada, absolutamente nada, por aquella persona.
En los días siguientes las llamadas de sucedieron, B cada vez era más escueta en sus respuestas, se sentía alejada de aquel hombre que, a sus oídos, sonaba débil y falso. Sentía que podía prever qué le contaría, qué le diría; se sentía cada vez más el personaje de una novela mil veces leída, manida, y de la cual no quería, ni remotamente, formar parte. Durante una de esas conversaciones B no soportó más falsedad de las palabras que oía o de las que pronunciaba, cortó la perorata del chico al otro lado del Atlántico y le expuso claramente que, en realidad, no le importaba con quien se hubiese acostado, ni si lo seguía haciendo (cosa que ella sospechaba) o no. La respuesta vino precedida de un tartamudeo, fue más de lo que podía soportar, "adiós", dijo, y colgó.
Por supuesto hubo más llamadas, correos electrónicos y, unas semanas más tarde, un CD con fotografías de los años que habían pasado juntos. B rió con ganas cuando vio el contenido del disco, no sólo le había mandado fotos, sino que había hecho un video-montaje con algunas de ellas, poniendo de fondo musical una balada de Celine Dion. Se daba cuenta ahora del comportamiento pueril de su (para entonces ya lo llamada en su interior) ex-novio: intentar rescatar una relación mediante la evocación del pasado. B no sabía nada de arquitectura, pero en ese momento se le cruzó por la cabeza que difícilmente se podía levantar una casa nueva empleando cimientos de otra antigua, que se había venido abajo; aunque tal cosa fuera posible, le parecía poco recomendable.
No fue hasta que se le hizo evidente que la ruptura era definitiva cuando B se dio cuenta de que ella nunca había sentido que lo traicionase al acostarse con otros hombres, de hecho ni siquiera había sentido como algo particularmente doloroso la traición ajena, en gran medida se había enfadado porque se suponía que eso era lo que tenía que hacer. Estos pensamientos la hicieron entristecerse ante su propia frialdad, se sentía más como un insecto, movida por impulso instintivos pero sin racionalidad alguna, sin ética que se le pudiera aplicar, que como un ser humano.

Fue también por aquella época cuando comenzaron las clases con "su" profesor de español. Para B fue como salir de un desierto sentimental para zambullirse, sin transición intermedia alguna, en un mar de pasiones. Cuando finalmente lo hizo suyo (o él la hizo suya, tanto daba a su juicio la formulación), B pensó que pasaría como con anteriores amantes, pero se sorprendió a si misma esperando a la salida de la academia varios días después. La sorpresa debió ser compartida, pues el profesor tampoco parecía esperarla. Aquel día tomaron apenas un café, pues él tenía que marcharse, pero durante las semanas siguientes hubo varios encuentros en el apartamento de B, casi siempre por las mañanas, a expensas de sus clases en la universidad.
B dejó de lado a otros amantes para centrarse en este, poco a poco se daba cuenta de la monotonía de sus relaciones sexuales anteriores. Su profesor se esmeraba en hacerla llegar al orgasmo sin pedir nada a cambio, generalmente, al comenzar, le lamía el sexo, el cual se había depilado para complacerle, a veces usaba también los dedos, otras veces llevaba sus manos a sus pechos. Chupaba y mordía su clítoris hasta llevarla al borde mismo de un goce exquisito, cuando paraba para penetrarla, unas veces de cara, otras veces de espalda. Poco a poco fueron conociendo las posturas favoritas de cada uno, pero sin excepción ella acababa agotada tras cada una de las maratonianas sesiones de sexo. Parecía que su energía fuera inagotable, como los recursos que empleaba en la cama. Con cada nueva postura, con cada nueva forma de experimentar o de dar placer, B era más consciente de cómo los hombres que había habido anteriormente en su vida concebían el sexo como una carrera de velocidad cuya meta consistía el placer propio, pero no el ajeno. Sentía que nunca volvería a encontrar un amante tan dispuesto. Y de este modo se sucedían los encuentros, de este modo comenzaban muchos de sus días, pero nunca las noches. Las noches pertenecían a otra mujer, se decía a si misma B; el sueño lo compartía con otra y eso la atormentaba.
Poco a poco se acercaba el final del curso académico, la estancia de B llegaba a su final y las despedidas empezaban a ser algo cotidiano. Conforme se acercaba la fecha fatídica de su retorno, B se preguntaba si no se estaría enamorando de su profesor. Sus pensamientos se enmarañaban en el recuerdo de sus abrazos, sus labios ansiaban sus besos, sus ojos espiaban las revueltas de la academia buscando captar un saludo suyo al otro lado del pasillo, y sus noches, solitarias, encontraban consuelo en sus propias manos mientras añoraba las de él.
Cuando los días de su estancia ya se podían contar con los dedos B recibió una sorpresa de su amante. Como todos los pequeños regalos que él le había ido dando (un libro, un CD de música, una pieza de lencería...) se lo dijo cuando los dos yacían, sudorosos y agotados, en la cama del piso de estudiantes de B. Su mujer se marchaba el fin de semana con su hija, él se quedaría solo una noche y la invitaba a pasarla con él. B creyó colmados sus deseos, dormir junto a aquel hombre, amanecer entre sus brazos, imaginar, por una noche al menos, que él le pertenecía.
Los días previos a la noche señalada B se sintió extrañamente nerviosa. Hasta ese momento había sobrellevado la relación con gran calma, había comprendido la situación familiar de su profesor y, creía, la había aceptado tal cual. Pero en los momentos previos le asaltaban dudas ¿podría tener ambos una relación más estable? ¿dejaría él a su mujer por ella? y ella ¿dejaría su país por él? El día anterior, durante una clase en la universidad, estas dudas la hicieron sentirse mareada hasta tal punto que tuvo que dejar el aula y correr al baño, pensando que iba a vomitar. Pero una vez allí se tuvo que sentar, temblando, como si hubiera sufrido una súbita bajada de azúcar.
El día había llegado. B se acercaba a la casa de su profesor en un autobús no muy diferente del que va sentada ahora. Llevaba un vestido corto blanco de doble vuelo que él había alabado en algún momento, unas sandalias blancas con algún toque de color y ropa interior también del mismo color. Se bajó en la parada indicada y comenzó a andar hacia la calle que le había dicho. Aunque era tarde aún quedaba luz, señal de que el verano se acercaba. Pasó juntos a un pequeño parque infantil arbolado, a esas horas ya vacío de niños; al otro lado de la reja no había nadie, tampoco en la calle. Una idea cruzó por su mente y se detuvo, con una mano se quitó las bragas y las guardó en el bolso. Al caminar sentía el aire de la calle acariciar su sexo, por un instante podría haber jurado que nunca su piel fue tan sensible.
Las indicaciones que le había dado eran muy precisas, sin problemas llegó al edificio, llamó al telefonillo y sin que nadie contestase al otro lado, oyó como la puerta se abría con un clic sordo. Pese a que había ascensor, B prefirió subir por las escaleras, le excitaba la idea de que alguien pudiera entrar, subir tras de ella y ver su desnudez bajo la falda. Un piso, además, subir por las escaleras haría que él la esperase un poco más. Dos pisos, agarró fuertemente el bolso, era la primera vez que no estaba en su casa, en su terreno, y ahora comenzaba a sentirse insegura. Tres pisos, al girar el recodo del último rellano lo vio, recortándose contra el hueco de la puerta, sonriéndole. Quiso correr, saltar los dos últimos escalones, echarse rápidamente en sus brazos... pero se contuvo, anduvo contoneándose hasta él, lo abrazó y se dejó abrazar, y le susurró al oído "no llevo bragas".
En cuanto cerró la puerta tras de ella, B notó como la mano de su profesor le subía por la pierna para comprobar la veracidad de sus palabras. No quería bajar la mirada, pues mientras lo hacía, él la miraba fijamente a los ojos. Notaba su mano sobre el muslo, la nalga, y después bajar de nuevo, entre ambos glúteos, hasta que uno de sus dedos rozó desde atrás la entrada a la vagina. B notaba como se le erizaba uno a uno todos los pelos de cuerpo. "Es verdad", dijo él, y la invitó a pasar. El piso no era muy grande, antiguo pero reformado recientemente; los muebles, escasos, eran una mezcla de nuevos y viejos, posiblemente reutilizados de mudanzas anteriores. Se respiraba en toda la vivienda un aire de provisionalidad, como si la familia que habitaba aquella vivienda acabase de llegar o se fuera a marchar en breve. En su recorrido por la casa B observó que dos puertas permanecían cerradas, una la de la habitación de su hija supuso, la otra no lo sabía. Él debió percibir su duda, pero no dijo nada. De las paredes colgaban algunas fotografías enmarcadas, paisajes en su mayoría, pero vio también algunos clavos que sobresalían. Imaginó que él habría retirado las fotos de su esposa antes de que ella llegara. Efectivamente, en una estantería vio un hueco demasiado grande, era evidente que alguien había quitado una foto de allí, y por la orientación de la estantería B supuso que era la foto de la boda.
Una sensación extraña empezó a apoderarse de B, pero en aquel momento no supo o no pudo identificarla. Él la condujo de la mano hasta la habitación, allí la dejó de pie a los pies de la cama de matrimonio mientras se arrodillaba delante de ella, le levantaba la falda del vestido hasta las caderas y comenzaba a lamerle el sexo. B sujetó con ambas manos la cabeza del hombre, tenía la vista fija en un cuadro abstracto colgado frente a los pies de la cama; los colores, líneas y volúmenes del mismo le bailan frente a los ojos, por lo que decidió cerrarlos. Cuando lo hizo, cuando canceló el sentido de la vista, su cerebro se concentró en el del tacto, y notó las manos ajenas que la sujetaban por las caderas, reteniéndola y sujetándola a la vez que las piernas perdían su fuerza. Notaba cada lametón que penetraba en su sexo, los dientes que mordían suavemente su clítoris, la boca que succionaba sus labios mayores. Comenzó a dirigir los movimientos del otro con las manos, aún apoyadas en su cabeza; él se dejaba llevar. B echó la cabeza hacia atrás, abrió los ojos y emitió un largo y prolongado gemido. El otro, percibiendo quizás que se acercaba al orgasmo, se detuvo, se levantó y la empujó delicadamente sobre la cama.
Cuando B cayó sobre la colcha impoluta, por un segundo creyó ver unas manos de mujer estirando las sábanas y haciendo la cama. Fue una visión fugaz, B no es capaz de afirmar que realmente lo viese o notase, o si es un recuerdo posteriormente incorporado, en aquel preciso momento todo era confuso. El profesor, de rodillas frente a ella, se quitó la camisa por la cabeza y le subió el vestido por encima del pecho, sin aún quitárselo. Bajó a continuación las copas del sujetador y dejó sus pechos encajados entre ambas prendas. Comenzó a lamer y morder uno de sus pechos mientras llevó la mano a la boca de B, dejo que ella le chupase un poco los dedos, y llevó aquella mano al otro pecho, pellizcando el pezón y estrujando el pecho. B arqueó el cuerpo, recolocó las caderas y notó como entre sus muslos se encajaba la pierna del hombre. Notaba claramente la tela de sus vaqueros, y notó también como llevaba la rodilla a su sexo. La dejó allí, inmóvil, mientras ella movía las caderas arriba y abajo, rozándose con el pantalón de su amante. Boca y manos se alternaban entre los dos pechos; B abría y cerraba los ojos acorde a las oleadas de excitación que sentía derramarse por todo su cuerpo. Una vez más notaba como se acercaba al orgasmo, una vez más él debió notarlo y paró.
Se quitó los pantalones y los calzoncillos y quedó delante de ella con el miembro erecto. B se incorporó, dispuesta a tomarlo entre sus manos y llevárselo a la boca, pero él se lo impidió: le quitó el vestido y el sujetador y la tumbó bocabajo en la cama. Separó las piernas de B utilizando las rodillas y la penetró por detrás. Mientras lo hacía comenzó a morderle el lóbulo de la oreja derecha, bajando después al cuello y al hombro. Ella notaba el golpeteo de su vientre contra el culo, el peso del hombre sobre si misma, el calor del cuerpo ajeno, la boca sobre su piel. Pero sobre todo notaba el pene en su interior, notaba las acometidas, lentas pero profundas. Y cada vez que entraba totalmente en ella, la empujaba ligeramente hacia delante, de tal modo que rozaba la colcha con su clítoris. Y al retirarse podía sentir la punta de su miembro casi en la entrada de su vagina... para volver a entrar otra vez. B levantó el culo buscando una mejor posición y hundió la cara entre las almohadas; el hombre aceleró su ritmo, penetrándola más rápida y violentamente. Él la sujetó por el cuello y ella mordió la funda de la almohada para ahogar un grito de placer mientras se corría. Sentía como perdía el control de sus caderas, esta vez ella había sido más rápida y había llegado al orgasmo antes de que él cambiase de postura. 

Pero él no parecía dispuesto a parar o cambiar de posición. La sujetó por la parte delantera de las caderas y sin retirarse de su interior, la levantó, dejándola de rodillas, con las piernas aún ligeramente separadas. B apoyó ambas manos en la pared y se dejó follar. Estaba cansada para seguir el ritmo que le imprimía aquel hombre, pero aún sentía la avidez del sexo. Él continúo con el ritmo constante y potente de sus caderas, a cada empellón los brazos de B recibían la fuerza y se doblaban ligeramente ante la impasibilidad de la pared. B inclinó la cabeza, dejándose llevar una vez más por el placer. Notó como le ponía las manos en los glúteos, separándolos y uniéndolos alternativamente; eso hacía que, en ocasiones el pene llegase más adentro, y en otras ocasiones, el roce con las paredes de su propio sexo fuera más intenso. Susurró unas palabras y notó como se derramaba dentro de ella, con una intensidad menor que antes, B también notó como su propio cuerpo respondía y tenía otro orgasmo.
Él se retiro de su interior, pero se abrazó a su cintura, manteniéndola en la misma postura. B bajó las manos y las apoyó en la cama, al hacerlo observó una mancha de humedad sobre una de las almohadas. Era donde ella había estado mordiendo hacía unos minutos. La tela, lila, mostraba ahora una mancha de un violeta oscuro. Pensó en la mujer que había escogido aquellas sábanas, pensó en si su amante las cambiaría cuando ella se marchase, o si las había cambiado antes de que ella llegase. Él se soltó y retiró la colcha, para tumbarse sobre las sábanas. Ella lo imitó y se acurrucó a su lado, así permanecieron unos minutos, en silencio, mientras B se perdía sus cavilaciones.

Hicieron una vez más el amor, pero B no disfrutó tanto como la primera. Después cenaron, tomaron unas copas y volvieron a la cama. Una nueva sesión de sexo y él se quedó dormido, abrazado a ella. La noche se hizo larga para B, por la ventana entreabierta llegaban sonidos, voces, olores; cada vez que el sueño la vencía, se despertaba de nuevo, confundiendo esos rumores con los de la llegada de la esposa engañada. Al cabo de unas horas se dio por vencida, y sabiendo que no podría dormirse, volvió a sumirse en sus cavilaciones. En su cerebro se agolpaban pensamientos, dudas, temores y un sentimiento creciente de estar traicionando a alguien. Pero no a un ex-novio distante, tanto en kilómetros como en sentimientos, sino que sentía que traicionaba a la otra mujer, víctima inocente de una aventura que, sentía, ella había propiciado.
Una extraña melancolía comenzó a apoderarse de ella. El sentimiento de culpabilidad se mezclaba con la anticipación de la despedida definitiva que significaba aquella noche. De repente sintió que necesitaba sentirse acogida, protegida; deseó por unos minutos volver a ser la niña que fue hacía tanto, volver a tener las absolutas certezas de un niño. Buscó el abrazo del que dormía a su lado y éste le respondió automáticamente. Pegó la cabeza a su pecho y sintió los latidos del corazón, pausados, lentos, seguros. Ahora sí, el sueño se hizo con ella poco a poco.
Despertaron en la misma postura, B no recuerda quién fue el primero en abrir los ojos, pero sí recuerda que cuando ella lo hizo, vio la erección matinal del hombre y aún entre las brumas del sueño alargó la mano hacia ella. Sintió removerse al hombre al contacto con su mano, pero éste permaneció tumbado bocarriba, mirándola. B se incorporó sobre sus rodillas, montándose a caballo sobre el vientre de su profesor, lo besó en el cuello, en el pecho, los ojos, el mentón, las orejas, evitando la boca que buscaba el encuentro con la suya. Cuando finalmente accedió a unir ambas, llevó el sexo de su amante a su interior. La sensación de sentir el pene cuando aún no había lubricado lo suficiente fue ligeramente dolorosa, pero al poco comenzó a sentirla como gustosa. Agarró las manos del hombre por las muñecas y marcó ella el ritmo con las caderas, su amante se dejaba hacer, divertido, complacido. Apoyándose sobre las rodillas B alzaba y bajaba las caderas, y con cada bajada empujaba hacia adelante, sintiendo como el pene le llegaba al fondo.
El hombre, inmovilizado parcialmente, levantó las rodillas, haciendo que B se inclinase un poco más hacia adelante, y con la boca comenzó a besarle, lamerle y morderle los pechos y los pezones. La excitación de B crecía por momentos, aumentó el ritmo y se dejó llevar por un primer orgasmo, lento y dulce. Su profesor lo percibió y se aprovechó de la relajación de B para liberar sus brazos, la tomó por las caderas y la obligó a echarse sobre él. Ella percibió como él levantaba sus propias caderas y, sujetándola levemente, comenzaba a penetrarla con violencia mientras le susurraba al oído palabras soeces que le evocaban imágenes fantasiosas. B no sabría decir si fueron las imágenes que él creó en su cerebro o el ritmo endemoniado que le impuso a su cuerpo, pero sintió llegar un segundo orgasmo, esta vez más intenso y violento que el primero, él también lo notó y le ordenó "aún no, espérate". Ella lo intentó con todas sus fuerzas, mientras él redoblaba sus esfuerzos. B sentía intensamente cada topetazo contra su vulva, notaba la vibración que subía desde las caderas, notaba el pene en su interior. Intentó pensar en otras cosas, alejar la sensación de placer de su cuerpo y de su mente, pero se vio incapaz de ello. "Aún no" volvió a decirle el hombre, pero su cuerpo dejó de obedecerle, comenzó a convulsionar, derramándose sobre el hombre, lanzó un largo gemido mientras su cuerpo perdía todas sus fuerzas y se derrumbaba sobre el hombre.
B no recuerda si él llegó a correrse dentro de ella, hay varios segundos, un minuto quizás, que B no pudo fijar en su memoria. Cuando finalmente se separaron ella vio las sábanas mojadas y por un segundo pensó que se había orinado, pero el olor era otro, era un olor que conocía bien. Entonces se dio cuenta de que aquella sensación de "derramarse" había sido algo más que una sensación. El hombre se inclinó sobre ella y apoyó su cabeza en el vientre de B, ella llevó la mano a su cabeza y le acarició el pelo. En esa postura hablaron durante un rato de cosas sin importancia, de las necedades que hablan los amantes tras hacer el amor.

Pese a sus dudas, al sentimiento de culpa, pese a los miedos y temores de no volver a verse nunca, pese a todo ello, la despedida fue lenta y dulce. No hubo promesas, no había lugar para ellas. Ya en la puerta él le sujetó el rostro entre las manos y la miró fijamente a los ojos, sin decir nada, como si intentase grabarse su rostro a fuego en la memoria. B se sintió atemorizada, sintió que ese hombre intentaba, a través de sus ojos, de penetrar en lo más profundo de ella. Cuando la soltó se besaron y tras el beso ella se marchó.
Los recuerdos de los últimos días en la ciudad son confusos para B. Volvió a ver a su profesor en la academia, pero no se acostaron más. No hubo otros amantes tampoco esos días. B no volvió a sentir deseo sexual hasta que, al cabo de unos días, en el avión, volvió a recordar esa última noche. Cuando se levantó de su asiento para ir al baño, B se percató de que había mojado su ropa interior y de que había calado hasta el asiento...
Los pensamientos de B se interrumpen, ha llegado su parada. B vuelve a mirar a la pareja, ella sigue apoyada en él y él mira sobre ella, por la ventana. Cuando el autobús se detiene B se levanta, al hacerlo nota una sensación extraña, mira hacia el asiento y vuelve a ver, como ya le sucediera en el avión, una mancha de humedad. No le hace falta palparse para saber que su ropa también debe haberse mojado. Por su mente cruza un pensamiento, imagina unos dedos invisibles que la tocan, unos dedos unidos a una mano y a un brazo que atraviesan el océano. Incluso desde casa su profesor es capaz aún de llevarla adonde no la ha llevado ningún hombre hasta el momento.

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